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Sembrar para rehabilitar la tierra

En los últimos 60 años, la industria alimentaria dominante a nivel mundial se ha vuelto adicta a las inyecciones artificiales de energía a través de fertilizantes nitrogenados basados en combustibles fósiles. Sin embargo, el consumo adicional de energía introducido por la industria agrícola es evitable: en todo el mundo, los agricultores están impulsando una transición hacia métodos de fertilización basados en ecosistemas. Esto puede reducir enormemente la demanda de energía para la producción de alimentos. Al prescindir de tecnologías basadas en combustibles fósiles, las alternativas sostenibles de producción de alimentos representan prácticas concretas de transformación y regeneración en el sentido de una transición energética amplia y consistente que va más allá del cambio a la “producción de energía verde”. Este reportaje acompaña a agricultores en México y Alemania en su camino para proporcionar alimentos a la población de manera más eficiente energéticamente a largo plazo.

Von Gibran Mena Aguilar, Tecomaxtlahuaca/Breddin (Übersetzung: Tininiska Zanger Montoya)

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En mixteca méxicana: Una nueva generación de campesines regenera la fertilidad natural de la tierra (Foto: Gibran Mana Aguilar)

En esta tierra se siembra a pie descalzo, tocando con los pies las semillas. Y eso que en los últimos 40 años le han llovido fertilizantes químicos, tóxicos al contacto directo con la piel, y que también han dejado la zona que tocan seca, estéril. Si esta tierra algo aún produce es “porque está sometida, produciendo a la fuerza”, sentencia Lorena Solano García. 

Está sentada en un terreno que que no le pertenece, lo renta para sembrarlo en San Sebastián Tecomaxtlahuaca, pueblo indígena Ñuu savi enclavado en la montaña oaxaqueña: de artistas de talla en madera; danzantes; productores y, también, consumidores de aguardiente de caña. Unos 15 mil habitantes de los cuales muchos en esta población de la región conocida como Mixteca, en Oaxaca, México, son también, como Lorena, agricultores. 

A los 8 años aprendió a sembrar como se hace en la Mixteca al menos desde hace 3 mil 500 años: con los pies sin zapatos se van tapando con tierra los surcos donde se echaron cuatro semillas de maíz blanco, rojo, amarillo o azul y una o dos de frijol bien rojo como el barro de esta tierra. Se caminan cuatro pasos largos y se vuelve a sembrar, “para que la milpa (sistema agrícola mesoamericano descrito aquí, consistente en un policultivo) no crezca amontonada y se pueda sembrar calabaza entre medio. Para que no falte nunca el maíz, la calabaza y el frijol”.         

Para que la cosecha creciera y diera abundante, en la infancia de Lorena se sembraba en esa época apenas pasada la primera lluvia, que era entre abril y mayo de cada año. Se invitaban manos vecinas, voluntarias, a un cultivo solidario, y en agradecimiento, esas manos recibían totopos (maíz crujiente), mole de guajolote y cerveza. Al mes se cubrían con tierra las raíces de anclaje de la mata, porque crece alto. Otra comida. Al otro mes una vez más. De ahí a la pizca de septiembre la tierra hacía el resto, y entonces era la gran fiesta de la cosecha, antes de Todos Santos. 

 Aprendió Lorena también a hacer nutritiva y húmeda la tierra para las plantas: la caña de maíz de la cosecha anterior se echa al piso y se descompone con el tiempo sobre la tierra, junto con los desperdicios de las aves de crianza: gallinas, pavos y animales más grandes como chivos y alguna vaca. Se revuelve todo. 

Luego se deja hacer a los microorganismos su trabajo: comerse la materia orgánica y convertirla en potasio, nitrógeno y otros nutrientes. Esta materia en el suelo también permite que la timaza, un grupo de larvas de escarabajos, tenga comida y la descomponga, en lugar de concentrar su atención en las raíces de la mata de maíz. Las timazas necias que se juntan aún así a la raíz, se retiran con las manos durante el crecimiento de este sistema, la milpa.

“Sembrábamos sin fertilizantes químicos y ya nos daba la milpa en grandes cantidades. Últimamente la tierra donde se usaron, sino le pones ese fertilizante, simplemente no da”, dice Abel Arnulfo Guzmán, agricultor de 87 años que lleva 80 sembrando en Tecomaxtlahuaca. Como Lorena, en algún tiempo usó fertilizantes químicos para incrementar la producción de la cosecha.  Hoy, sus preocupaciones, las de Lorena Solano García y las de otros agricultores en Oaxaca son las mismas. 

Inyecciones de energía fósil en lugar de interacción entre especies

Lorena Solano García mira sus pies descalzos sobre la tierra mientras recuerda cómo la llegada de los fertilizantes transformó el suelo bajo sus plantas. Lo que antes era un proceso natural de nutrición ahora depende de una reacción química descubierta a miles de kilómetros, en un laboratorio alemán. La reacción de Haber-Bosch, como el polvo blanco que ahora cubre sus campos, representa un cambio radical en la forma de alimentar la tierra.

La dependencia de los fertilizantes químicos, especialmente los nitrogenados, en Tecomaxtlahuaca no es una excepción y tiene efectos devastadores. El cultivo y consumo de plantas fertilizadas industrialmente causa anualmente alrededor de 12.7 billones de dólares en costos debido a la provocación de enfermedades, degradación del suelo, pérdida de biodiversidad, emisiones de contaminantes y contaminación del agua, según un informe de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO). Los daños a la vida de las comunidades son incalculables.

El núcleo de las técnicas de cultivo aplicadas por pueblos como el mixteco, que utilizan la interacción de diferentes especies para la generación y movilización de energía, son las comunidades microbianas y una extensa red de especies, siendo el sol la fuente de energía más importante. Sin embargo, en los años 1980 llegó en los autos de los comerciantes ambulantes de Oaxaca un producto que lo cambió todo: solo con un polvo los agricultores multiplicarían la producción en la tierra, esa era la promesa. Y así fue, por un tiempo. Pero si el sol y el intercambio entre especies impulsado por la fotosíntesis ya no son el motor de la energía, ¿de dónde viene entonces la energía de este remedio “milagroso”?

Producción de fertilizantes intensiva en energía

La respuesta está en la reacción de Haber-Bosch de Alemania. A principios del siglo XX, el químico prusiano-alemán y nacionalista Fritz Haber fijó por primera vez nitrógeno en un laboratorio. El trabajo del llamado padre de la guerra química fue retomado por su colega Carl Bosch, un empleado de la empresa BASF. Este implementó la reacción a escala industrial para la producción de fertilizantes y explosivos. La reacción de Haber-Bosch se obtiene de combustibles fósiles como el gas natural. La fabricación del producto final implica procesos de calentamiento de hasta 1,000 grados Celsius, antes de que finalmente el fertilizante nitrogenado llegue a los sacos que reciben los agricultores. Por lo tanto, la producción de fertilizantes requiere enormes cantidades de energía: consume la mitad de toda la energía en el proceso agroindustrial y el tres por ciento del consumo total de energía mundial. Sin embargo, este enorme consumo de energía generalmente no se considera en los cálculos de gastos energéticos de las empresas agrícolas, como se desprende del más reciente documento de la ONU sobre alimentación y agricultura global.

Mientras este sistema de producción consume grandes cantidades de energía y genera el cinco por ciento de las emisiones globales de carbono, simultáneamente debilita el escudo protector del ecosistema contra la crisis climática. La inyección de energía fósil en el suelo causa daños devastadores al sistema original de producción y transferencia de nutrientes: los fertilizantes destruyen las comunidades microbianas responsables de la descomposición de materia orgánica y la nutrición de las plantas. Acidifican el suelo y finalmente empobrecen el contenido nutricional de las plantas producidas con estos químicos.

La energía introducida en el sistema, según un estudio del Instituto de Investigación del Impacto Climático de Potsdam (PIK), aumenta la producción hasta cierto punto y luego la reduce. Y condena a las generaciones futuras a no tener tierra ni cosechas. 

Mientras el sol se pone en Tecomaxtlahuaca, otro agricultor, a un océano de distancia, contempla problemas similares. Frank Wesemann camina por sus campos en Brandeburgo, donde irónicamente, en la misma tierra que vio nacer los fertilizantes químicos, ahora lidera una revolución silenciosa hacia la agricultura regenerativa.

Una subvención de enfermedades

Los costos energéticos de los fertilizantes y sus consecuencias negativas no son considerados por la industria en los bajos precios de las verduras que venden. La razón, de acuerdo con Wesemann, es que la industria no tiene que pagar por ello – los costos por los daños ambientales y de salud causados están externalizados.

Gobiernos en todo el mundo subvencionan la producción industrial no sostenible de alimentos basada en fertilizantes químicos. Esta subvención es un patrocinio a  enfermedades. La factura de billones se traslada a largo plazo a los consumidores y los ecosistemas, manteniéndola alejada de la industria causante. Mientras tanto, los agricultores que regeneran los suelos sin fertilizantes no reciben nada a cambio por sus servicios a los ecosistemas. “Los políticos que siempre hablan del libre mercado, defienden al mismo tiempo la agroindustria y hacen todo lo posible para mantener esta distorsión de costos con estructuras que externalizan de las empresas”, critica Frank Wesemann

“No es un problema de producción, sino de distribución”

Para él, como para los habitantes de Tecomaxtlahuaca, la narrativa sobre la necesidad de fertilizantes químicos es parte de un gran engaño. Mientras la tierra y los agricultores se volvieron adictos, los proveedores desaparecieron con los bolsillos llenos, dejando atrás la tierra seca y exprimida. En lugar de utilizar el sistema natural de ciclos, la agroindustria introdujo costos energéticos adicionales para la producción de fertilizantes. A ambos lados del mundo, los agricultores están hartos y luchan por rehabilitar la tierra – una contribución a la transición energética que consiste en detener el consumo innecesario de energía mediante la fertilización, llenar la tierra nuevamente de vida y así restaurar el sistema natural de intercambio de energía.

Demuestran cómo el cultivo puede funcionar de manera más eficiente energéticamente y regenerativa. Desde hace 30 años, Frank Wesemann opera el proyecto solidario de permacultura Solawi Waldgarten en Alemania, la tierra natal del fertilizante químico, sin usar lo que él llama “veneno”. “No tenemos un problema de producción, sino principalmente un problema de distribución. Unos se enferman porque comen mucho más de lo necesario y además los alimentos menos nutritivos, otros porque comen muy poco. 

No es un problema de producción sino de distribución

Mientras tanto, el 30 por ciento de lo que produce la agricultura industrial va directamente a la basura”, contrapone en una entrevista en su granja en Brandeburgo al mito de que solo la agroindustria puede alimentar a la población. Con doce hectáreas de tierra abastece a cientos de familias en su pueblo y en Berlín con verduras. Wesemann ha logrado plantar un pequeño huerto forestal (forma de cultivo permacultural basada en la interdependencia de diferentes plantas y otros organismos) que está conectado con consumidores en el campo y la ciudad sobre la base de un sistema solidario. La visión que ha realizado es un testimonio vivo de que es posible cultivar sin fertilizantes.

En ambos lados del mundo los agricultores ya tuvieron suficiente, y están luchando para rehabilitar la tierra (Foto: Gibran Mana Aguilar)

La agroindustria le quitó a Lorena Solano García de la Mixteca la posibilidad de vender sus productos orgánicos porque no podía competir con los costos reducidos de manera tramposa por la agroindustria. Poco a poco tuvo que vender todos sus animales. Así se quedó sin el abono ecológico para su tierra. Se vio obligada a usar fertilizantes químicos. Pero últimamente el pueblo está cambiando sus hábitos y vuelve a cultivar sin químicos. “Algunos vecinos todavía me dicen que estoy loco. Yo también pensaba eso antes cuando veía a mis tíos cultivar maíz. Pero nosotros, los que amamos nuestra tierra, nos hemos dado cuenta de que nuestros abuelos tenían razón”, dice Armando Vazquez, un vecino.

Desde hace cinco años, Vazquez restaura el suelo con una mezcla de tallos de maíz y estiércol de gallina y cabra. Además, hace los surcos en curvas para que el viento y la lluvia no arrastren toda la materia orgánica de la superficie durante las tormentas. Está volviendo a la forma mixteca de sembrar. Poco a poco el método está empezando a mostrar resultados. “Antes añadía 10 o 15 kilos del químico, hoy un kilo es demasiado, a menudo solo añado medio kilo. El objetivo es no usar más químicos”, dice.

Volver a milpa y mole

La maestra Leticia Guzmán Cortés también cultiva verduras desde que tenía ocho años. Percibe un retorno al milagro de la siembra mixteca, y con él vuelven el mole, las fiestas, la convivencia. Todo lo que permaneció en la Mixteca y que los químicos quisieron destruir. “Pronto cosecharemos, comeremos mole, decíamos anticipando la comida. Los hombres que ayudaban en la siembra, o las mujeres que nos ayudaban a cargar los alimentos, traían a sus hijos. Todos nos reuníamos allí, cerca de los ríos, y luego íbamos a nadar. Todo se sembraba con mucho amor y suerte”, recuerda. 

“Buenos y sanos vamos a estar”, dice Lorena Solano García, con un poquito de entusiasmo de revivir la tierra muerta, si es que es posible volver a sembrar: sembrar la esperanza de volver a sembrar.


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