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Después del violento golpe contra el gobierno socialista de Salvador Allende el 11 de septiembre de 1973, la junta militar bajo el general Augusto Pinochet declaró que pretendía devolver a Chile a la vía de la democracia. En realidad, las fuerzas de seguridad secuestraron y torturaron a más de 40.000 supuestos miembros de la oposición entre 1973 y 1990, según el conteo de las Comisiones de Verdad. Mientras la mayoría de los chilenos volvía a su vida cotidiana después del golpe, un círculo de izquierdistas laicos y clericales tomó en sus manos el apoyo a los perseguidos políticos.
“Como abogados, trabajábamos en los tribunales con otro nombre y a cara descubierta”, recuerda Álvaro Varela, funcionario del COPACHI, fundado en octubre de 1973. “Lo que nos hacía sentirnos tranquilos – entre comillas – era que representábamos a la Iglesia y teníamos ese respaldo internacional tan grande “.
Bajo la protección del cardenal Raúl Silva Henríquez, Varela y casi 150 colegas apoyaron a las personas que hayan sido despedidas de su trabajo o detenidas después del golpe. Sólo en el transcurso de los meses, los empleados empezaron a comprender su trabajo sucesivamente como un trabajo para defender los derechos humanos universales.
Pero no fue sólo en Chile donde la resistencia a la represión anticomunista comenzó a agitarse. En todo el mundo se formaron grupos de solidaridad con Chile que organizaron rutas de escape para los exiliados y siguieron de cerca la situación en Chile. Lateinamerika Nachrichten (LN) también siguió cada paso dado por la junta contra la clase obrera chilena. La revista llamó “lección chilena” al impacto del caso del país sudamericano en la izquierda antimperialista alemana. Este fue tan intenso que profesores y alumnos debatieron la situación en clases y los sindicatos publicaron textos periodísticos al respecto. En tanto, activistas de la solidaridad y trabajadores del COPACHI estrecharon vínculos. Los unía el sentimiento por ayudar de emergencia en el caos político y social que dejó el violento golpe.
Trabajo de los derechos humanos bajo la protección clerical
Al cabo de pocas semanas, las oficinas del COPACHI en la calle Santa Mónica en Santiago fueron abarrotadas. Los informes sobre los métodos de tortura de las fuerzas de seguridad eran especialmente difíciles de creer “para terceros”, afirma la trabajadora social María Luisa Sepúlveda: “Pero nosotros ya sabíamos que era verdad”. La entonces joven de 26 años trabajó inicialmente en la atención primaria de víctimas y familiares que dieron sus testimonios. Fueron esos testimonios los que se archivaron como expedientes del caso y que el COPACHI empezó a sistematizar con el tiempo. Igualmente, Varela recuerda la sensación abrumadora que sintió cuando revisó esos expedientes: “Era muy difícil imaginarse a seres humanos actuando de esa forma contra otros seres humanos. Ahí me di cuenta, obviamente, que lo que yo sabía era la nada al lado de lo que realmente estaba pasando “.
En los primeros meses, los informes sobre torturas y detenciones ilegales llegaron a Alemania principalmente de rumores. Al mismo tiempo aterradoras cifras, que carecían de veracidad, circularon en el movimiento de solidaridad en el extranjero. En febrero de 1974, Hortensia Bussi, esposa del asesinado presidente chileno Salvador Allende, declaró ante la Comisión de Derechos Humanos de las Naciones Unidas que habían sido asesinados entre 15.000 y 80.000 opositores políticos. Esta estimación tan exagerada dio justo alas a la delegación del gobierno chileno, que ahora pudo afirmar que las denuncias formaron parte de una campaña internacional de difamación en manos marxistas.
“Los familiares nos alejaban del desamparo”
“El cardenal nos dijo que la Iglesia no se equivoca porque es infalible”, recuerda el abogado penal Héctor Contreras. “Entonces no nos podemos equivocar. ¿Por qué? Porque con un caso falso van a decir todo esto es mentira”. Contreras se convirtió en un experto en la de represión estatal gracias a su trabajo en la Vicaría de la Solidaridad, la organización sucesora del COPACHI. Al buscar a los detenidos desaparecidos y desenterrar cadáveres acabó realizando tareas que hubieran sido realmente deberes estatales. Para él era imposible detener la búsqueda, a pesar de la complicidad entre la policía, los tribunales y el Servicio Médico Legal. “Si se decía que el caso judicial se archivó, los familiares te preguntaban: ‘¿Y qué vas a hacer ahora?’ ¿Y quieres tu decir: ‘Nada’?”, explica Contreras su determinación de seguir con la búsqueda.
“Siempre estábamos tratando de hacer cosas “, recuerda Sepúlveda. “Se hacían denuncias ante Naciones Unidas, los acompañábamos a los familiares a los tribunales, se hacían querellas… En otras palabras: los familiares nos alejaban del desamparo. “
En abril de 1974, seis meses después del golpe, los trabajadores del COPACHI se decidieron a publicar una parte de las informaciones que habían recolectado en secreto. Denunciar la tortura en el país no fue posible debido a la prensa centralizada y, además, resultaba muy peligroso. “En ese momento nuestro único instrumento era informar a la opinión pública internacional y que informando los de afuera, rebotara la noticia acá.”, explica Varela la decisión de remitir una documentación de casos al diario mexicano Excélsior.
El informe, que documentaba cientos de casos de tortura por agentes estatales, fue acogido con gran interés por el movimiento internacional de solidaridad. En septiembre de 1974, Chile-Nachrichten escribió también sobre el uso masivo de descargas eléctricas y mutilaciones testimoniadas en el informe y documentaciones sobre mujeres que quedaron embarazadas durante la encarcelación. Incluso se informó sobre “el caso de un joven de 16 años que estuvo encerrado durante 15 días en una caja con un agujero por el que se pasaba la comida”.
Estas imágenes perturbadoras – documentadas por el COPACHI y compartidas por el movimiento de derechos humanos y redes de solidaridad – se difundieron hasta la última aula alemana y con ello el conocimiento sobre las formas de violencia de los aparatos de seguridad chilenos. La opinión pública internacional durante la década de 1970 se hizo cada vez más crítica y llevó al Estado chileno a la condición de un paria. Anteriores aliados de la junta, como el gobierno de los Estados Unidos, debieron suspender temporalmente la ayuda económica al país.
Ahora bien, después de que la información se publicara en el extranjero, se aumentó la presión sobre los empleados del COPACHI. La prensa cercana al régimen acusó al cardenal Silva que apoyaba una estructura apropiada por marxistas y sembró la desconfianza entre las iglesias que aportaron al COPACHI.
“Creo que las iglesias nos agradecían que atendiéramos a la gente”, dice Sepúlveda. “Pero a la vez sospechaban que nosotros estábamos tan al favor del gobierno anterior.” Poco a poco las iglesias dejaron de apoyar al COPACHI. Finalmente, el cardenal cedió a las presiones de Pinochet y cerró la organización ecuménica a finales de 1975, solo para reabrirla unos días después, bajo la única protección de la Iglesia católica con el nombre Vicaría de la Solidaridad.
En adelante, los trabajadores del COPACHI cuidaron cierta distancia pública con el movimiento internacional de solidaridad y derechos humanos. “No habría sido bueno hacerlo con la OEA (Organización de los Estados Americanos, nota del editor) y Naciones Unidas encima”, recuerda Sepúlveda una discusión interna en 1978. En ese momento, la Vicaría de la Solidaridad tuvo a altos representantes de comisiones internacionales de derechos humanos de visita y era justo en ese momento en que se descubrieron los restos quemados de un grupo de detenidos desaparecidos en un horno en la comuna de la Isla del Maipo. Los trabajadores del COPACHI se decidieron de ocultar el descubrimiento hasta que sus huéspedes internacionales se hayan ido del país. “Se habría pensado que era una cosa programada para hacer escándalo.”, dice Sepúlveda: “Y estábamos convencidos de nosotros mismos.”
El tiempo no todo lo cura
En la actualidad, Chile tiene una de las tasas más altas de condenados por violaciones de derechos humanos en el mundo. Sin embargo, los familiares de los detenidos desaparecidos siguen buscando a sus seres queridos. “Las cosas avanzan poco porque estaba una política de hecho de los militares y de las Fuerzas Armadas que sigue hasta hoy día: de no reconocer que esto ocurrió”, afirma Héctor Contreras. María Luisa Sepúlveda está convencida de que la centralización de toda la información es la tarea estatal más urgente para la búsqueda. “En este momento, cada institución tiene su propia información: el programa Derechos Humanos, la del [Servicio, nota del editor] Médico Legal, los tribunales militares”, dice Sepúlveda. “No les daría a los familiares la tarea de la búsqueda porque no les corresponde.”
Contreras critica el estancamiento de la búsqueda de verdad y justicia: “Muchos que estuvieron acompañándonos antes, ya no están porque la situación no es tan dramática. Pero uno nunca sabe si es, o no es dramático.” Y agrega: “Se asumía también que después de la guerra mundial no habrá otra guerra que tuviera enfrentada a las potencias y aparece Ucrania. Yo creo que deberían recapacitar un poco: Las cosas que parecen cerrarse con el tiempo no se cierran.”