“¡LAS MUJERES TENIAN PODER!”

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Edith (42, a la izquierda) fue durante 20 años miembrx activx de las FARC y Camila (32, a la derecha) 15 años (ilustración: Lena Roßner)

¿Qué las motivó a unirse a las FARC?

Camila: Yo llegué por medio del movimiento izquierdista que había en los barrios empobrecidos en la periferia, al sur de mi ciudad. Empiezo a participar y comienzo a entender la lucha por medio de cómo estábamos en los territorios: nosotrxs al sur de la ciudad no teníamos agua, no teníamos luz, las distancias entre la ciudad y las periferias eran muy largas. Las condiciones de la vida eran duras. Cuando por mis redes políticas se abrió la posibilidad, tomé la decisión de juntarme a las FARC.

Edith: Lo que me motivó fue lo que vivimos en el país, lo que uno vio de niñx. Debido a la violencia reinante no pudimos ir a la universidad, a veces ni siquiera terminamos el colegio… No hubo muchas perspectivas para nosotrxs. Si me hubiera quedado en esa sociedad, hoy sería otra persona. Cuando escuché que en la organización había mujeres, tomé la decisión de juntarme a las FARC. Ha sido una experiencia muy linda para mí y mi vida. Yo agradezco mucho haber sido  una guerrera y haber aprendido muchas cosas siendo enfermera y radialista.

¿Qué significaba ser mujer en las FARC en ese tiempo?

Edith: El papel de la mujer en la guerrilla es muy importante. Primero que nada no éramos discriminadas, éramos respetadas. Las mujeres tenían poder. Las mujeres representaron cargos: eran comandantes de la guerrilla, eran de las direcciones, eran radialistas, eran enfermeras y músicas. Se decía que una organización sin mujer no podía ser. En la guerrilla teníamos poder y nos hicimos ver como mujeres. El hombre agarraba el fusil, la mujer también. Hablamos de la misma igualdad para todxs.

Es una gran diferencia con el resto de la sociedad colombiana machista donde los derechos de la mujer no se respetan. La lucha de las mujeres excombatientes es que cambie este país y de hablar a las mujeres sobre libertad y que no pueden dejarse tratar mal por los hombres.

Camila: El papel nuestro al interior del proceso no es – como lo han querido apuntar – que éramos obligadas, que no teníamos ni idea de lo que estábamos haciendo allí. ¡Nosotras somos mujeres que tenemos claridad política y sobre todo somos sujetas políticas!

¿Cómo se organizaron en las FARC la formación política y el feminismo?

Camila: Hay que tener claro que no usábamos el término “feminismo” antes del proceso. Básicamente, vivimos nuestra forma de feminismo a través de nuestrxs relaciones igualitarias de género y el trabajo constante sobre ellas: luchamos en las áreas rurales y urbanas, nos involucramos en la estructura de las FARC a través de nuestras actividades y discutimos temas como el sexismo y el papel de la mujer en nuestro trabajo de grupo.

Lo que hicimos como resultado del acuerdo y la introducción del término “feminismo”, fue traducir nuestras prácticas vividas en conceptos teóricos. Queríamos crear nuestra propia teoría del feminismo, el feminismo insurgente, dentro del discurso global para describir quiénes son las “mujeres farianas” (las mujeres de las FARC, nota de la redacción) y qué es lo que nos mueve.

¿Qué es el feminismo insurgente?

Camila: El feminismo insurgente nace porque no nos identificamos con el feminismo occidental liberal ni el feminismo de derecha. Nosotras dijimos: nuestro feminismo es una insurgencia porque nuestra historia es la resistencia. Somos las mujeres radicales dentro de procesos revolucionarios de la izquierda en Colombia. Las mujeres farianas se identifican por haber empuñado el arma para defender el pueblo y su derecho a la tierra, por haber entendido que el papel de ama de casa no es la única opción que tenemos, por haber entendido que nosotras tenemos derechos y que venimos al mundo para aportar como mujeres que pensamos y que somos críticas.

Sin embargo, las FARC están siendo demandados por varias mujeres (por ejemplo, la Corporación Rosa Blanca) de haber cometido violencia sexual tanto dentro de las filas de las FARC como en las comunidades. ¿Cómo se trataron estos casos dentro de las FARC?

Edith: Como yo personalmente no experimenté nada de esto y no he oído hablar de ello, dudo mucho que estas acusaciones sean ciertas. Yo creo que esas mujeres que hablan no fueron guerrilleras. Tal vez les pagaron para hacer esas declaraciones, porque yo no lo viví ni he escuchado casos como esos. Si un compañero hubiera hecho eso la pagaría duro. Eso se condenaba. La violencia contra la mujer no se aceptaba ni adentro ni afuera de la guerrilla.

Camila: Para eso son las jurisdicciones especiales dentro del proceso de paz. Espero que en la demanda sean cuidadosas y que sean honestas con lo que dicen. Yo siempre anduve con hombres y a mí nunca me paso nada ni escuche ningún caso de mis compañeras. Es mentira que la violencia contra la mujer fue un lineamiento de nosotrxs. Es posible que haya algunos casos aislados que no conozcamos. Nosotras tampoco podemos decir que no creemos lo que dicen las mujeres, porque sería en contra de nuestra lucha feminista. Y si es así, los compañeros tendrán que responder sobre la jurisdicción. Pero no hay que negar la posibilidad que también puede ser una estrategia de la derecha.

¿Cómo evalúan el proceso de paz por el momento?

Edith: Desde muchos años atrás las FARC querían hacer política. No cogimos un fusil porque queríamos. Nos obligaron a defendernos y a defender al pueblo. Digamos que el proceso de ahora no era lo que nos esperábamos. Nosotrxs esperábamos que la vida, después del proceso, fuera otra. Ahora vivimos asesinatos a lideresas y líderes sociales de los indígenas y de los afrocolombianxs, a excombatientes y hay más temor en el pueblo y en las ciudades (véase LN 547). Ellos dijeron que los terroristas éramos nosotrxs, pero ahora la violencia aumentó en Colombia. Un trabajo de nuestros líderes políticos del partido de las FARC es que nos escuchen. Mucha gente joven de las FARC necesita empleo. Hay personas que no tienen donde vivir. Y el culpable es el gobierno. El Estado piensa que las FARC dejaron las armas y ya, eso es paz. Pero eso no es paz. Nosotrxs queremos vivienda, educación y una vida digna que respete el derecho de la vida. ¡Eso es paz!

Camila: El pueblo colombiano está cansado de ver gente asesinada en diferentes lugares todos los días. Y el gobierno no nos entiende. No hicimos un acuerdo de paz para las FARC, hicimos un acuerdo de paz para la población colombiana. Y hasta el momento no hemos logrado tener el derecho por las tierras, y esa era la lucha fundamental de las FARC. Así como no podíamos seguir permitiendo que la compra de nuestras armas fueran una forma de sostener el capitalismo.

Yo, como sujeta política, me siento secuestrada en mi país, porque tengo que pedirle a la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) permiso para salir. No podemos salir del país sin permiso.

¿Cuál es el papel  de Alemania en el proceso de paz?

Camila: Alemania es un país garante y debe verificar lo que se hace en los proyectos productivos del proceso: cómo se está usando la plata y dónde se está quedando dentro de los proyectos productivos. Hay nepotismo y corrupción. El dinero que se destina a financiar los proyectos sociales en realidad va a los altos salarios de la administración o de los superiores y queda poco para los proyectos mismos.

¿En qué proyectos participan?

Edith: En el Quibdó tenemos un proyecto de un Restaurante (tradicional de mujeres farianas) y otro de un equipo de fútbol llamado “Pare Colombia”. El equipo se llama así porque se trata de parar la guerra a través del fútbol y es un equipo donde sólo juegan las excombatientes. Se necesitan recursos para pagarles a los técnicos y entrenadores. Queremos construir escuelas en los municipios, en las veredas y las comunas donde la gente está completamente olvidada. También para integrarse como excombatiente con la gente civil. Y sobre todo para las víctimas de violencia. Otro proyecto mío es apoyando los niños y niñas rescatados de la guerra con un baile que se llama “black boy”. Ya se rescataron 300 niñxs que estaban andando con las bandas.

Camila: Mi trabajo fue haber logrado hacer formaciones con enfoque de género para mujeres en los territorios de Espacios Territoriales de Capacitación y Reincorporación (ETCR). Es orientada por la comisión nacional de género, encabezada por Victoria Sandino. Se trata ahora de abrir centros de cuidado en los ETCR para nosotras.

También tenemos el proyecto de la página de internet de “Mujer Fariana”, con plataforma interna para las exguerrilleras.

¿Que buscan ustedes con este viaje a Alemania?

Edith: Queríamos ver si se puede ayudar para que podamos salir adelante con los proyectos productivos en los ETCR. Vemos esperanza para los proyectos afuera de Colombia en países como Alemania. En Colombia ya no hay mucha esperanza. Siempre son reuniones y reuniones, protocolo aquí, protocolo allá. Y nada pasa. La gente está cansada de tanta mentira.

Camila: Lo que yo quiero es que surjan redes políticas globales de izquierda y especialmente feministas. Queremos un contacto directo de comunicación y más constante. Establecer contactos con cooperaciones que conocimos y que nos permitan fortalecer el trabajo de las mujeres y del proceso en Colombia en el marco del acuerdo de paz.

¿Cuál es su visión para Colombia en el futuro?

Edith: Mi deseo es que cambie. Que sea un país con justicia social. Por eso estamos en la lucha: para que haya empleo, vivienda, educación y salud. Todo eso está negado en Colombia. La gente se muere  en los hospitales, donde no los pueden atender porque no tienen cómo pagar.

Camila: Estamos cansadxs que de los tres colores de la bandera el que más resalta es el rojo. Deseo que se acabe la sangre del pueblo colombiano por los territorios. Queremos una vida digna, ¡que seamos libres!

HAMBRE O CORONAVIRUS

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La crisis abre nuevas posibilidades para empresas de limpieza Brigadas de limpieza en Medellín (Foto: Liberman Arango)

“Esto está muy duro, toca salir y arriesgarse a ver qué se puede hacer”, dice el taxista mientras maneja hacia la Plaza Minorista, el mercado más grande de Medellín. Lleva tapabocas y ofrece gel antibacterial. El carro avanza rápido y sin prisa por las calles casi vacías. Es martes 24 de marzo, a pocas horas de que empiece la cuarentena de 19 días decretada por el presidente.

En la Minorista hay promociones y verduras frescas; entran y salen bultos. Unxs compran para sus casas; otrxs, para surtir los mercados locales de cada barrio. A la hora de pagar el taxi, se siente la torpeza que imponen los guantes y las demás medidas de precaución. La ciudad es la misma, pero la actitud confundida y precavida –aunque arriesgada al salir de casa– de todos los que la recorren la hacen extraña. Se siente el peso invisible del Coronavirus. Aunque quizás no sea tan invisible: citando mal, el Coronavirus son los otros.

Son las 7 de la mañana. Desde las 4, cuando se permitió el ingreso, empezó a llegar gente. Unos pocos taxis esperan sobre la Avenida Ferrocarril a que alguien los convoque, para ellos también poder mercar luego. Frente a la Minorista, vendedores ambulantes –varios de ellxs con acento venezolano– publicitan tapabocas (semi)lavables. En la puerta, lxs guardias (sin guantes ni tapabocas) aplican antibacterial a lxs que van entrando; al menos a los que corresponden al llamado y no lxs esquivan, o a lxs que están cerca de ellxs entre la masa que entra y sale. No todxs entran con tapabocas.

La crisis actual también se refleja en los precios de la Minorista

Este día es de limpieza y desinfección en la Minorista, llevada a cabo por la empresa CleanPRO y sus voluntarixs, alrededor de 10 personas en total. CleanPRO, que lleva dos años en el mercado lavando también tapetes, sillas y demás cosas del hogar, se activó con esta crisis sanitaria, por lo que ya han hecho algunas brigadas de limpieza. La Minorista era uno de los focos en los que querían concentrarse. Un lugar así debería ser limpiado y desinfectado todos los días, pero la logística y el presupuesto no dan para tanto. El Coronavirus nos ha puesto a cuestionar nuestras medidas de higiene, nos ha hecho sensibles a la limpieza de una forma en la que antes no lo éramos. Cada lavada de manos o cada limpieza masiva trae la esperanza de prevenir por un rato más la llegada del virus. Quién sabe si en la nueva normalidad que construyamos después de esta crisis perdurarán estas medidas.

Las barandas, los pasillos, las carretillas, las canastas, las calculadoras, los paquetes: todos los espacios y objetos comunes expuestos al público –posibles puntos de contacto y contagio– reciben la atención de la brigada de limpieza. La brigada tiene que actuar y hacerlo rápido. Cubiertos por un traje blanco avanzan lxs brigadistas. Como salidos de Star Wars o de Chernobyl, rompen con la cotidianidad de comprar comida y cualquier ilusión de que éste es un día normal. Al principio, la reacción general es de alarma: nada bueno puede estar pasando si un grupo que hasta parece disfrazado va fumigando lo que se atraviesa en su camino. Cuando, por los altoparlantes de la Minorista, se anuncia que la sustancia que aplican no es tóxica y que esta limpieza ayuda a todxs, la gente busca aprovechar el momento: “Écheme en las manos. Écheme aquí. Écheme allá.”

Negocios abiertos Mucha gente no puede quedarse en casa (Foto: Liberman Arango

En algunos lugares de la Minorista, la brigada es una presencia bienvenida. En un bar, que en otra mañana habría estado bien poblado, solo guarda a su dueño. Les regala a todxs lxs voluntarixs una soda y así se siente acompañado por un rato. Para lxs voluntarixs es un momento de calma y pausa: todxs jóvenes, deben cargar el tanque pesado sin quitárselo en ningún momento.

En una panadería, un aviso informa que también se venden tapabocas. Lxs que compran alimentos tienen que alejarse un par de metros para consumirlos, pues no hay mesas. “¿Acá estoy bien?”, pregunta un hombre a 150 centímetros de distancia. “Sí, ahí está perfecto”, responde el dueño de la panadería.

En el Mercado los precios subieron: un mercado normal de verduras antes del Coronavirus costaba 40.000 pesos, hoy cuesta 72.000 pesos. Escasean la pasta y los atunes. Algunos trabajadores buscan margen de ganancia en cualquier maniobra, cada centavo aporta, se carga lo que haya que cargar con tanta energía que parece frenesí o dolor. Activos en el rebusque para lograr comer y cuidar de sus familias, descuidan las medidas de limpieza.

No hay más opción que salir y seguir trabajando

Los que cargan los mercados reciben 2.000 o 3.000 pesos por mercado. Varios de ellos son ancianos, que cargan las bolsas en carretillas. También hay viejos atendiendo sus tiendas, pero pocos mercando. Demasiada población vieja para todos los riesgos que corren en una situación como esta; demasiadas razones por las que no hay otra opción que salir y seguir trabajando. Hay pocos niñxs; algunxs revolotean por ahí, probablemente hijxs de trabajadores del lugar. Sí hay varios bebés.

En el punto de información se recoge comida destinada a los mercados para las personas que no pueden comprarla. Esa comida también la necesitan lxs que no tienen más opción que salir a trabajar ese y los demás días que vienen. Antes de pensar en aislarse hay que poder pagar un lugar para dormir esa noche.

El metro, con una frecuencia mucho menor a la habitual, comunica a los que salen de sus casas con el lugar donde pueden comprar o vender, ganar el día o la semana. En la mañana, el metro está repleto. Si tienes que llegar a trabajar, tienes que llegar. Que sí, que es importante aplanar la curva y no salir de casa, pero tu jefe te espera y necesitas el trabajo. Dentro de lo posible, cada unx toma sus medidas de protección. Pocxs tienen tapabocas, pero no se agarran de las barandas ni de los tubos, intentando exponer la menor piel posible a las superficies del tren. Si es posible, se toma distancia del de al lado; si no, pues nada, esperar a llegar, ojalá rápido. No se oye ningún tosido ni estornudo en el trayecto: la tensa calma se mantiene.

A las 8 de la mañana, la entrada de la Terminal del Norte de Medellín anuncia un día agitado. Los que buscan irse hacia otras ciudades o pueblos aledaños avanzan con prisa y premura hacia adentro de la terminal, esquivando a policías con tapabocas y a equipos de televisión que registran el día. “¿Por qué decidió viajar hoy?”, pregunta el reportero; “Tengo que llegar a mi casa, acá no tengo donde quedarme, ya me quedé sin plata”, responde uno; “No había podido irme antes, todo pasó muy rápido. Ya no tengo trabajo”, contesta otro.

Tapabocas colectivo Cada uno trata de protegerse en la medida de los posible (Foto: Liberman Arango)

Si había esperanza de salir en bus de Medellín al ver la Terminal tan activa desde fuera, esta se disipa rápidamente. Guardias de seguridad franquean el paso hacia el primer piso, de donde salen los buses y se compran los tiquetes, delante de una cinta de seguridad. “No hay buses hoy, ya dieron la orden.” ¿Quién dio la orden? Ellos, como siempre, aunque nunca se conocen sus nombres. Definitivamente no fueron los guardias que, cubriendo distintas escaleras, intentan explicarle a la gran aglomeración que ellos no pueden lograr que los buses salgan. “Señor, voy para Marinilla, déjeme pasar”, ruega una mujer que iba llegando a los 60.

“No podemos quedarnos acá varados. Yo llevo desde ayer buscando salir. Hay que exigirles que nos dejen viajar, que nos den soluciones”, exclama una mujer que hace ademanes con una mano y con la otra sostiene su gran maleta. “¿Saben de quién es la culpa? Del presidente. Debió haber cerrado las fronteras antes. No hizo nada y ahora nos tiene jodidos.”

Si la medida de cerrar casi por completo el flujo de la Terminal apunta a evitar posibles contagios, tiene el efecto colateral de crear grandes grupos de decenas de personas, donde se hace imposible evitar el contacto con todos los que esperan y reclaman.

Los que quieren viajar tendrían mejor suerte si tuvieran un pasaje de avión. Esa noche, el aeropuerto José María Córdova es el negativo de lo que suele ser: todas las tiendas cerradas, casi ninguna persona, todas separadas. Lxs guardias retienen a las personas sin pasaje y les impiden el ingreso, pero los que tienen pasaje pueden avanzar sin problema para coger los últimos vuelos a todo el país.

¿Por qué siguen activos los vuelos y no los buses? Hasta para salir de la ciudad o poder escoger donde pasar la cuarentena hay que tener cierta cantidad de plata.

Pasado el mediodía, dos señores se despiden frente a la Minorista y se dan la mano. Uno lo explica, quizás consciente de lo raro que es saludar de mano por esos días: “Pastor, lo saludo de mano porque estamos bendecidos y no se nos puede pegar ese virus.”

Hasta para escoger donde pasar la cuarentena hay que tener cierta cantidad de plata

En redes sociales muchos ciudadanxs colombianxs publican sus reproches ante las fotos de las conglomeraciones: que si no entendieron, que así es como se contagia el Coronavirus, que qué irresponsabilidad, que la policía haga algo. Es entendible su molestia: estas semanas son claves para contener el avance inclemente del Coronavirus, y eso sólo se logra quedándose en casa. Sin embargo, nadie en la Minorista ni en la Terminal –tampoco en el metro, ni los taxistas– parecía feliz de estar ahí. La mayoría estaba cumpliendo un deber, o haciendo lo necesario para sobrevivir.

Ha hecho carrera la idea de la cuarentena como un privilegio, pero es más acertado pensarla como un derecho. Ante una pandemia, todxs lxs ciudadanxs –salvo lxs que tienen trabajos esenciales para que la sociedad no se desmorone mientras tanto– deberían poder resguardarse en sus casas y esperar a que el riesgo disminuya. Plantear la cuarentena como privilegio oculta la responsabilidad que tiene el Estado de construir un enfoque de salud pública integral, bajo el que nadie tenga que salir a la calle, ni arriesgarse a enfermarse o enfermar a los demás. La cuarentena no es un privilegio, es un derecho que no se está cumpliendo; uno de tantos.

A la salida de la Minorista, un taxista, que segundos antes estaba comprando un radio robado a una persona que vive en la calle, da una tarifa inflada y única para ir al destino propuesto. Hay pocos carros, es necesario aceptar. ¿Qué noción de comunidad hay cuando para cuidarnos del Coronavirus hay que cooperar entre todos, pero hay unos que no pueden detenerse a pensar en la comunidad porque se quedan sin qué comer? Hambre o Coronavirus, elige tú tu tortura.

Los que están en las calles el día antes de la cuarentena general –varios de los cuales seguirán en las calles durante la cuarentena– quizás piensan en sí mismos primero antes que en los demás. En esta suma de individualidades que van a por lo suyo, los tapabocas dan, por un momento, la ilusión de una colectividad. Tiene algo de democrático el Coronavirus: la plata no es antídoto. La plata y la seguridad suficientes, junto con la certeza de un plato de comida caliente en un rato, sí permiten quedarse en casa tuiteando sobre por qué tanta gente está en la calle como si no supieran que hay una pandemia.

¿Será que el virus ya está en la Terminal o en la Minorista? ¿Alguien lo trae o lo lleva a su barrio? No lo sabremos sino hasta dentro de un par de semanas.

LOS CHALECOS ANTIBALAS NO AYUDAN

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SAMUEL ARREGOCES
es uno de los muchos activistas sociales importantes en Colombia que viven bajo amenaza. Él organiza en el Departamento de La Guajira la resistencia de las comunidades afro y Wayuu contra el desplazamiento y la destrucción del medio ambiente a causa de la minería de carbón en la mina El Cerrejón (ver LN 545). El pueblo de Samuel Arregoces, Tabaco, fue destruido en 2005 por la empresa operadora de la mina junto con el Estado colombiano. Éstos borraron del mapa saberes, plantas, animales, arroyos y costumbres. Desde entonces ha estado apoyando otras comunidades en la lucha contra la minería y por el agua en la seca La Guajira. (Foto: Daniel Céspedes)


Durante muchos años ha sido amenazado por su compromiso político ¿cuándo empezó?
En el 2011 cuando hicimos una manifestación por la conmemoración de los 10 años del desplazamiento de Tabaco, recibí una llamada en la que me decían “recuerde que usted tiene familia”. Un año después siguieron las amenazas telefónicas y empecé a recibir mensajes de textos raros. En el 2016 se hicieron más intensas las amenazas, en el desalojo de la comunidad de Roche me llamaron para decirme que podía ser asesinado. Ese año también presenté la primera denuncia pública en la fiscalía. En otra ocasión, un vehículo me siguió hasta mi casa, y una vez una persona también lo hizo pero cuando mi hermana se dio cuenta, salió corriendo.

¿Qué ha hecho para hacer frente a las amenazas? ¿Qué garantías ha tenido?
Tomé precauciones. Entraba temprano a la casa, solo salía cuando tenía reuniones y por la nula respuesta de la fiscalía busqué ayuda en el Centro de Educación Popular y en una organización no-gubernamental que se llama “Somos defensores”. En el estudio de riesgo que hicieron estas organizaciones por los últimos incidentes, me aconsejaron salir de la Guajira, principalmente me recomendaron salir del país, pero si para mí es difícil salir del departamento, imagínese salir del país. Estuve un año fuera de La Guajira. Fue algo muy duro para mí. Salir de mi tierra como un delincuente, cuando los delincuentes se quedan aquí – además el estrés me generó un problema de salud y económicamente fue muy complicado. Tenía una beca por tres meses, otra por dos meses, pero los meses siguientes yo debía costear todo solo, con donaciones de algunos amigos en dinero y en alimentos. Pero yo no tenía trabajo. Por todo lo que yo hago en las comunidades no recibo ningún pago.

¿Recibió apoyo del Estado?
En mayo del 2018 llené un formulario en la UNP (Unidad Nacional de Protección) y me dieron respuesta en noviembre. Me dijeron que no tenía riesgo porque era un ciudadano común. Ese día me sentí muy mal porque me negaron que yo sea líder social. Apelé esa decisión y en marzo del 2019 me hicieron un estudio de riesgo y me respondieron en agosto que yo tenía riesgo extraordinario y que iban a implementar un esquema de seguridad: un botón de pánico, un chaleco antibalas y un celular. Pero yo siento que este esquema lo pone a uno más en riesgo, porque uno no pasa desapercibido con un chaleco antibalas y volví a apelar esta decisión. Tuvieron que hacer otro estudio de riesgo porque intentaron entrar en mi casa doblando las barillas de la ventana y una vecina vio cerca una moto extraña. De este estudio aún no he recibido respuesta.

¿Cómo es vivir con miedo constante?
Vivir con estas amenazas no es fácil, porque te cambia la vida. Vivir todos los días pensando que te pueden asesinar, o que le van a hacer daño a un familiar es traumático. Me tocó hacer una reunión familiar y entre todos nos endeudamos para comprar un carro y alguien de mi familia se prestó para andar conmigo, no tenemos ningún tipo de arma. No es el mejor mecanismo de seguridad, pero es lo mejor que pude implementar. Cada vez que salimos de la casa, no sabemos si vamos a regresar.

Vivir con miedo es difícil, pero llega un momento en que te decides. Estoy seguro que somos nosotros los que tenemos que cambiar esto. El gobierno nacional no va a cambiar el país, muchos de nosotros hemos tenido que dejar la vida en el barro. En este país neoliberal, extractivista, somos objetivo militar y ser líder social es un delito.

¿Tiene alguna idea de dónde provienen estas amenazas?
Yo no estoy seguro de dónde vienen las amenazas, pero de lo que sí estoy seguro es que lo único que hace Samuel Arregoces es denunciar a la empresa minera El Cerrejón y al Estado colombiano. ¿A quién más le puede incomodar lo que yo hago? Muchos líderes que hacen lo mismo que yo han sido asesinado, estas amenazas son sistemáticas.

DON LEO NO QUIERE SER NARCO

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De vuelta en su mundo Don Leo (Foto: Lorena Schwab De La O)

 

“Nací en 1953 en la región del Chocó. De niño fui a la escuela sólo por unos meses, lo suficiente para aprender a leer y escribir. Cuando tenía nueve años, mi familia me envió a un cafetal. Los dueños de la finca, a quienes los niños llamábamos nuestros ‘abuelos’, nos acogieron como parte de su familia. Este afecto alivió nuestra pobreza.

En 1975 una helada en la región brasileña de Paraná, donde se producían las mayores cantidades de café del mundo, destruyó miles de plantas de café. Colombia, que antes era el segundo productor de café del mundo, se convirtió en el número uno. En Brasil este evento fue llamado “helada negra”, mientras que el gobierno colombiano la denominó “helada santa”. El valor de la libra de café en Colombia aumentó de 70 centavos a cuatro dólares estadounidenses en 1976 y 1977. Este precio exorbitante hizo a los propietarios de las fincas cada vez más ricos y, sin embargo, a los recolectores de café se nos seguía pagando el mismo miserable salario diario que antes del aumento del precio del café.

Temiendo a la guerrilla y a la violencia que se avecinaba, los ‘abuelos’ empezaron a vender sus fincas a bajo precio o a abandonarlas si ya nadie quería pagar por ellas. En ese momento aparecieron nuevos propietarios que compraron las fincas y pagaron a la guerrilla el precio de la extorción. Cuando compraban una finca, derribaban las modestas pero cómodas casas y construían nuevas casas grandes y hermosas. Luego compraban otra finca y hacían lo mismo. Cuando compraban ocho o diez parcelas de tierra, las llamaban hacienda.

Lo que pasó entonces nos hirió en el alma, hirió nuestros sentimientos y nuestro orgullo como campesinos. Comenzó una discriminación social a la que no estábamos acostumbrados desde nuestra infancia. Los dueños aseguraron las grandes casas con cercas eléctricas para que no pudiéramos acercarnos a ellas y trajeron cosas como piscinas y saunas que ni siquiera sabíamos pronunciar.

Injusticia de todos lados

Los hábitos de los ‘abuelos’ de acogernos como familia y darnos la misma comida que a sus hijos se perdieron en las nuevas haciendas. Las noches se volvían traumáticas, porque estábamos alojados en barracas donde dormían hasta 200 trabajadores en el suelo de manera inhumana. Para hacer nuestras necesidades teníamos que ir a los cafetales y nos bañarnos en los arroyos porque no había ni siquiera sanitarios para nosotros. Durante este tiempo veíamos que para los dueños de la hacienda los perros eran más importantes que nosotros, los recolectores de café. Por esta injusticia, maldecía mi vida como recolector de café y rezaba en las noches para que Dios me diera mi propia finca algún día, siempre y cuando tuviera  la suerte de no ser asesinado por la guerrilla, los paramilitares o los militares. De esta manera podría mostrar a los dueños de las haciendas en Colombia que no es necesario humillar a los trabajadores, herir sus sentimientos o mantenerlos como esclavos para administrar una finca.

Las injusticias nos convirtieron en nómadas. En 1980 me trasladé a la Sierra Nevada en Santa Marta, donde me dijeron que había mucho café y que como recolector ganaría muy bien. Pero cuando llegué, me di cuenta de que todo era un fraude, porque no había café, sino enormes campos de marihuana. No tenía dinero para volver, comprar comida o pagar una habitación para dormir, así que me vi obligado a pedir trabajo en los campos de marihuana y quedarme allí. Resultó que aunque el trabajo era duro, ganábamos tres o cuatro veces más que como recolectores de café.

En lugar de café, campos de marihuana hasta donde desaparece el horizonte

La vida campesina en el mundo de la marihuana no es agradable. Es injusta y dura, pero nadie es superior a otro. Todos, desde el dueño de la plantación hasta el más humilde trabajador, comen la misma comida y duermen en las mismas camas, así que no se siente la discriminación. Sin embargo, en Sierra Nevada, la violencia llegó con gran brutalidad, ya que había tráfico de drogas. De nuevo tuvimos que huir y en 1984 llegué a una enorme plantación en la frontera con Brasil para recoger hojas de coca. No conocía esta planta todavía, pero oí a los trabajadores hablar el primer día de un supuesto laboratorio. Me dio curiosidad y pedí permiso para ver el laboratorio. Allí vi a un anciano llamado Don Vicente sentado en un tronco de un árbol para procesar las hojas de coca. Pensé que parecía muy simple y me dije que un día yo también llegaría a ser químico. Así que todos los días después del trabajo me sentaba cerca del laboratorio, sólo para ver cómo el viejo procesaba las hojas de coca. A los cuatro días me di cuenta que Don Vicente ya no tenía la precisión de un químico, porque le temblaban las manos al mezclar los productos. A través de mi experiencia como campesino, noté inmediatamente que tenía malaria.

Mi entusiasmo creció cada día, esperando poder reemplazar a este hombre en su trabajo. Después de unos días me llamó para pedir ayuda y en ese momento me convertí en la persona que había detestado toda mi vida: en un oportunista. Ya no me interesaba la enfermedad del hombre, sólo quería que me enseñara todo lo que yo necesitaba saber. Tuvo que hacerlo, porque los narcos no permiten errores. Doce días después, ya era un experto y podía manipular toda la porquería que se necesitaba para producir ese veneno.

Después de dos meses de trabajo, nos mandaron a casa del dueño y nos dieron nuestro sueldo. Cuando tenía el dinero en la mano casi me caigo de la alegría. Era tanto dinero para mí que sentí que había ganado la lotería. Me sentía grande e importante y empecé a tratar a mis colegas desde arriba, como los narcos cuando ganan mucho dinero. Después de dos o tres horas – estaba acostado en mi hamaca y ya tenía la cabeza más fresca – me empezó a pesar la conciencia por todo lo que había hecho. Me di cuenta que debido a mi trabajo en las montañas, miles de familias estaban pasando por el peor infierno sin tener un futuro para sus hijos. También pensé en mi hijo, quien tenía sólo unos meses de edad y cuya vida algún día también podría ser envenenada por una persona despiadada, como yo lo hice con muchas familias.

Valentía para escapar del infierno

Después de unos minutos, Dios me dio la valentía de decidirme a escapar de ese infierno sin temer las consecuencias. Existía el peligro de ser tragado vivo por la selva o de ser encontrado y asesinado por los narcos, porque para ellos escapar es el mayor fraude. Así que a las once o doce de la noche, no puedo recordar la hora exacta, tomé la decisión de huir. Fue una caminata de cuatro días a través de la selva tropical hasta que llegué al primer pueblo. Allí pude comer, beber, dormir y comprar medicinas. Incluso mi cabeza estaba hinchada por las picaduras de los insectos y me había infectado con malaria.

Llegué a donde estaba mi familia y con el dinero que gané compramos todo lo que nunca habíamos tenido: un televisor, muebles para la sala de estar  y otras cosas. Con el resto del dinero compramos una pequeña tienda que creció constantemente a lo largo de los años. En el 2009 ya tenía dos coches, varias tiendas y terrenos. Pero no era feliz, porque este no era mi mundo. Mi mundo siempre han sido las montañas, los campos y los campesinos. Los veía pasar todos los días, cargados de la humillación de la que yo me había librado con gran esfuerzo.

Asique un día le dije a mi esposa y a mi hijo que era hora de vender todo y volver a las montañas. Quería comprar una finca para realizar mi sueño tan ansiado. Estuvieron de acuerdo y vendimos todo excepto un pequeño coche para que mi hijo pudiera ir a la universidad a estudiar. Luego compré una finca completamente abandonada, de la época de la violencia, con una casa venida abajo. Hice lo mismo que los dueños de la hacienda en ese entonces: derribé la casa y en su lugar construí una casa  grande y hermosa con muchas habitaciones y baños. Quería que el trabajador más humilde de la finca comiera la misma comida que mi hijo, durmiera en las mismas camas y tuviera un salario decente. Y lo más importante, que este trabajador fuera valorado como un ser humano y no tratado como una máquina de producción, como yo lo había vivido en mi juventud.”

 

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